La historia de Isabelita…por Josefina Avilés

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Publicamos hoy en AGUILAR NOTICIAS GRUPO COMUNICA un texto escrito por Josefina Avilés. Un texto que narra en unas pocas páginas la dura historia de Isabelita. Una niña y una mujer a la que le tocó vivir un difícil periodo de la historia de nuestro país. Una historia basada en hechos reales que no puede dejar indiferente. Aquí comienza…

En la década de los años cuarenta ser madre soltera a la mujer la convertía en una especie de marioneta… a la que le han cortado los hilos y queda a merced del viento.

 

A todas las Isabelitas repartidas por toda geografía.

 

En la década de los años cuarenta, la economía de subsistencia a la que estaban condenadas muchas familias hizo que Isabelita, la menor de cuatro hermanos, el resto varones, fuera a servir con apenas quince años, a una casa señorial, palaciega, hogar de algunos señoritos que se les consideraban “modélicos”, habitada por su esposa, la señora, y sus dos hijos, de aspecto impecables cuyo cuidado venían de las manos de Isabelita, además de dedicarse a encerar pasillos, ir al mercado, abrillantar los bronces que decoraban el palacete  y suelos hasta que los dueños se vieran reflejados, lavar, planchar, etc., llevar una casa para delante, que no le pesaba a sus quince años. Todo por tener cómo contraprestación, su comida, una vez al año algún vestido y un calzado, era lo habitual de la época, y una carga menos para su propia familia, que a medida que pasaba el tiempo, estaba más distante, y ella más carente de amor familiar, pero con este gesto, ambas partes se conformaban porque las circunstancias así lo establecían, cuándo la comida era tan escasa.

La escuela, sólo la había pisado puntualmente durante su infancia, era en la escuela de la vida dónde había aprendido a poner escaso su nombre y su firma.

Ella se convirtió en una más de la familia muy querida por la señora, el señorito y esos dos niños que desde que eran bebés descubrieron en Isabelita unos lazos emocionales de cariño y ternura, abundantes desde su nacimiento hasta su infancia y adolescencia, infancia muy distinta a la que ella jamás tuvo. Descubrió para matar el hambre un mundo abierto lleno de manjares que ella misma elaboraba con sus propias manos, pese a la explotación laboral que inconscientemente sufría, a cambio de dar todo lo que tenía.

De la explotación laboral que para ella pasaba desapercibida, aquella niña de tez morena, pelo largo entrelazado con dos trenzas, ojos claros e indefensa, que sólo transmitía bondad, pasó a ser víctima de vejaciones, para satisfacer los instintos sexuales por parte del señorito, atraído por su belleza e inocencia…sucedía mucho en esos hogares de algunos “señoritos modélicos”, si la sirvienta de la casa no se abría al sexo esporádico sometido por el abuso de autoridad y del hambre.

Isabel, que siempre había vivido en un clima privado de libertades, empezó a sentir miedo a raíz de esa experiencia, miedo y terror permanente, tanto que en todas las épocas del año no podía evitar dormir tapada para encapsularse del miedo exterior. Esos castigos y crueldades escalofriantes no salieron nunca de ese hogar.

A los dieciséis años, quedó embarazada del modélico señorito, y hasta los ochos meses permaneció en silencio, conscientes la señora y el señorito. Al octavo mes, la barriga ya era tan evidente que no había manera de esconderla y aquello manchaba la reputación de la familia a la que servía, por lo que la pusieron de patitas en la calle, “ hay que acabar con las ramas para que no lleguen a troncos”, esas fueron las palabras de despedida de la señora, después de mucha obediencia y silencio,  ella lloraba por dentro, y lo que más le pesaba era no hablar.

En la década de los años cuarenta, una niña convertida en mujer, que servía en una casa y quedaba embarazada, también quedaba mutilada para siempre de emociones, ser madre soltera a la mujer la convertía en una especie de marioneta a la que le han cortado los hilos y queda a merced del viento.

Así quedó ella, después de haber pasado dos años consecutivos, las veinticuatro horas del día dedicada a aquel hogar, del que quedó impresionada por los grandes salones, las amplias habitaciones la inmensa cocina y los verdes y floreados jardines, y a la vez esclava y encerrada en esas instalaciones.

Aquella deshonra dramática que su propia familia tampoco aceptó, hizo que llegara a oídos de un matrimonio pudiente, que la vida no les había dado hijos y que regentaban un negocio en el pueblo, y conocían de la humildad de aquella niña que engendraba un hijo y se encontraba desamparada, en ellos tuvo el consuelo que no encontró en su propia familia.

Éstos la acogieron con todo el cariño del mundo, se ocuparon de aquel final embarazo, la llevaron a consultas privadas, se preocuparon de las pautas de la gestación, para que todo llegara a buen puerto. Ella encontró por primera vez en la vida la libertad, gracias a esa familia, que no podía creer que hubiese estado recluida inconscientemente a medida que les iba explicando sus sufrimientos en aquella casa palaciega por los sometimientos sexuales del señorito. Les propusieron denunciar, pero eso para ella, que se consideraba con cierto retraso académico, estaba muy lejos, prefirió seguir adelante y no mirar hacia atrás, su ingenuidad adolescente no comprendía el significado de los hechos, pero sí era consciente del bagaje que le pesaba, ser madre soltera, en una sociedad en las que se les consideraban no estar capacitadas para educar adecuadamente a sus hijos, ni moralmente ni económicamente, encorsetada en posibilidades de por vida.

Bajo un cielo de color plomo, y del frío de una mañana de febrero de 1942, llegó la hora del alumbramiento, el matrimonio no permitió que Isabelita diera a luz en casa asistida por otras mujeres que tenían el don de ayudar a traer niños al mundo en los pueblos, y decidieron acudir a la capital dónde había escasas Residencias, pensando siempre en una mejor asistencia.

Y llegó al mundo, un niño que abrió los ojos, lleno de vitalidad, pero en la mente de su madre no era un niño de los que “traían un pan bajo el brazo”, en ese momento, en el momento que lo vio, sin poder contener unos ojos llenos de lágrimas, en su mente no cabía otra cosa que aquel hijo que acaba de concebir “traía riadas que había destrozado a su familia”.

La primeras palabras que se le ocurrió pronunciar después del alumbramiento a la única familia que le acompañaba, el matrimonio que se interesó por ella, fueron “sentir pena por uno mismo es muy triste, pero más triste es sentir pena por alguien que has concebido de tus entrañas…” !qué duras palabras de una madre!.

El personal que la asistió, que persuadían el origen de su maternidad sin equivocarse, se acercaron a ella y les dijeron…”no has hecho nada que esté mal o que sea feo…has hecho algo muy bonito, porque tener un hijo es algo muy bonito”.

No le había dado tiempo de asimilar su maternidad, había sido sometida durante ocho meses sólo a la obediencia y silencio, y cuándo quiso acordar, ya tenía en sus pechos a aquel bebé.

Nadie se había preocupado de la suerte de ella, salvo aquel matrimonio, ni de tantas “Isabelitas” repartidas por toda la geografía que sufrieron lo mismo que ella.

La presencia de aquel matrimonio fue un bálsamo para el cuerpo y el alma de Isabel, y la jovialidad de ella y su hijo habían llenado el hogar y el negocio de ellos.

Muchos días se venía abajo e intentaba escapar de aquello que tanto le frustraba, estar separada para siempre de sus padres y hermanos, era una presión que no soportaba por momentos, pero veía a medida que crecía su hijo que comían todos los días, que estaban asistidos, que ella recibía una remuneración por el trabajo que realizaba, y que ambos se sentían queridos, y con eso era la mujer y madre más feliz del mundo, en otros casos, a las madres solteras el sistema les retiraban a los hijos para internarlos en orfanatos y ese no fue su caso.

Luis creció relativamente feliz, entre los ultramarinos que aquel matrimonio detrás de un mostrador despachaban a sus clientes y él se divertía dando sus primeros pasos tras el mostrador entre cajas de frutas mientras su madre realizaba las tareas del hogar.

A aquel niño de ojos claros, pero por el contrario que su madre de pelo rubio, le llegó la edad de aprender a leer y escribir, otro golpe bajo para su madre, cuándo en cualquier documento le pedían los datos del padre, un padre que jamás le reconoció, ni conoció, y que se apellidaba al igual que su madre.

Luis, acostumbrado a estar rodeado de gente, por el ambiente en el que se había críado no le costó adaptarse ni a la maestra, ni a los pocos alumnos y alumnas con los que compartía pupitre, no todos los nacidos de su época tenían la oportunidad de alfabetizarse.

Ya a la edad de diez años, sí se daba cuenta que los demás niños y niñas en las salidas al patio de aquella casa escuela, hablaban de mamá y papá, y él nunca había tenido esa percepción de un padre en casa, sólo que vivía en una casa con su madre y los dueños de una tienda de barrio, y ya adolescente se sentó con su madre a pedirle explicaciones.

“Me hicieron muchas cicatrices, pero las que tengo en el alma son las que más daño me hacen, porque esas no se curan” le contó su madre rota en lágrimas, y sólo con sacar eso de dentro y dirigirse a su hijo, hizo sentirse más liberada,  a la vez que Luis nunca más necesitó explicaciones, lo comprendió todo, y admitió todo lo que pasó dentro de los gruesos muros de aquella casa palaciega.

A medida que Luis iba creciendo, el matrimonio también envejecía, y veían como sus capacidades al frente del negocio iban disminuyendo, cada vez les costaba más levantarse a las seis de la mañana para la venta del pan y los productos de primera necesidad que a diario debían expender a sus clientes, por lo que decidieron al no tener familia directa, ni descendientes algunos ninguno de los dos, dejar la propiedad única que tenían, la casa con el negocio, a Isabel.

Luis se convirtió en un profesional al frente de aquel mostrador, mientras su madre ahora,  además de las tareas de la casa se ocupaba del cuidado de aquellos que para ella eran sus padres, la situación duró apenas dos años, en dos años murieron los dos, con la certeza de que encontraron en Isabel pese a la adversidad con que la vida la había tratado la felicidad para ambos, hicieron una gran labor en acoger en su casa a aquella madre soltera, habían disfrutado de la niñez, de la infancia, y de la adolescencia de Luis que se convirtió en un hombre dentro de su casa, le habían dado la oportunidad de formarse, y ellos en sus últimos días de vida de la que marcharon para siempre  casi a la vez, se fueron bien asistidos, felices, y llenos de amor desde el día que supieron de la maternidad de aquella niña.

A Isabel le costó superar ambas muertes, habían sido los únicos que le habían ayudado a superar el trauma que sufrió, se sintió desolada pero agradecida por siempre.

Cómo cualquier joven, Luis se enamoró por primera vez, y cómo a cualquier madre aquello le reconcomía, quizás por las circunstancias había estado demasiado protegido, y su madre temía lo más mínimo que le ocurriera, ahora estaban sólos en el mundo, y se construyeron sus propias corazas para sobrevivir.

Luisito como ella le llamaba cariñosamente empezó a vivir una bonita historia de amor, al lado de una mujer que se enamoró locamente de él, algo que jamás sintió su madre por parte de una pareja, un afecto, un beso, una acaricia, unas declaraciones de amor, una salida al cine o un paseo sintiendo una mano que transmitía complicidad en todo lo que sucediera a su alrededor, mutuo respeto, jamás Isabel pudo sentir aquello, ella siempre se había sentido como una pobre desgraciada a quien le quitaron la personalidad y la dejaron anulada, pero descubría que su hijo  sí que lo sentía al lado de aquella mujer.

La relación iba fraguando, y decidieron contraer matrimonio, formar una familia, su medio de vida continuaba siendo aquel negocio de ultramarinos. La noticia corrió como la pólvora en aquel pueblo pequeño, Luis el hijo de Isabelita que se lo hizo un señorito, se casaba, un acontecimiento importante.

Un día de primavera, ya en la década de los años sesenta, bajo un limpio y cielo azul con un sol de primavera, Isabel de madrina, acompañaba a lo mejor que la vida le había dado, su único hijo, al altar, para unirse en matrimonio a su futura mujer.

Nunca dejaron de la mano a su madre, el lecho conyugal, sería el mismo hogar, dónde a Luis y a su madre, les acogieron.

La economía empezaba a resurgir, y ya era aquel joven matrimonio los que se dedicaban a regentar los dos juntos el negocio. Los niños no tardaron en llegar y pronto convirtieron a Isabelita en una joven abuela, lo que hizo que aquel hogar se colmara de calor familiar.

La primera fue una niña, Isabel, el segundo Luis, y el tercero Francisco, en apenas cuatro años la vida de Isabelita rodeada de sus nietos, entre biberones, y cambiando pañales, hicieron suavizar los duros recuerdos de su niñez. Sentía con ansia que iba consiguiendo todo lo que la vida le había negado: ser alguien, tener una familia y unos nietos para darles el amor que ella nunca había podido tener, simplemente eso. La dureza y la miseria a la que había estado sometida le sirvió para enseñar a sus seres queridos todo lo que no tenían que hacer nunca.

Intentaba inculcarles que no se les hacía daño a los demás, no toleraba las injusticias, y no aceptaba que nadie ejerciera prepotencia hacia los demás.

Isabel, Luis, y Francisco crecían alrededor de una abuela la cual se convirtió en un idólatra para ellos, era una sabia, después de la cena, quedaban embobados con las historias que les contaba, de cada cuento infantil e imaginario, ella pretendía sacarles unas sonrisas inocentes además de inducirlos a un mundo justo y solidario, relatos inquietantes siempre dando un toque de alarma, a ella que los avatares de la vida había le habían hecho que no supiera leer ni escribir, ¡cómo sabía tantas historias, cómo se expresaba, cómo se comunicaba, cómo transmitía humildad!, y es que el no saber leer ni escribir, en una sociedad oscura, triste y llena vida de miedos que ella misma había sentido en su carnes, había adquirido una experiencia de resilencia de poder superarlo todo y quedarse siempre con las cosas positivas.

Ellos que jugueteaban, correteaban, compartían tareas y deberes ya que tuvieron la oportunidad de ser escolarizados, fueron creciendo a la vez que su abuela quedaba marcada en su rostro por las arrugas inevitables de los surcos de la vida.

Ella salía a pasear con ellos, ahora tenía todo el tiempo del mundo para dedicarse a lo que más quería, a esa familia que su hijo le había dado.

Ya no era esa mujer débil y cabizbaja, que durante muchos años llevó dentro de ella, paseaba, los llevaba al colegio, hacía encargos, con unos pasos atrevidos y con una mirada que es decidida, y nada en ella sugiere fragilidad o debilidad, la vida le había enseñado a ser fuerte.

Toda la fortaleza de Isabel y la prestancia que mantiene a sus más de setenta años, la mantienen cómo una mujer totalmente liberada, a pesar de que nadie le recompensará su sufrimiento moral, tanto a ella cómo a muchas mujeres que tuvieron que vivir experiencias similares, dónde la culpa nunca podía ser de los otros, sólo de ellas, pero aún así con una sonrisa tierna y dulce, ahora decía, “a los quince años empecé a hacer vida de monja sin serlo”.

Éstos hechos nunca han sido juzgados ni enmendados.

 

 

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